viernes, agosto 26, 2011

"Cuento de verano", de Eric Rohmer. Seguimos aprendiendo a vivir.

Ya es un clásico de "Perdiendo mi eje" hacer referencia a los veranos de Eric Rohmer. Si en entradas anteriores divagué sobre "El rayo verde" o "Pauline en la playa", ahora voy a hacer lo mismo con "Cuento de verano" (1996) intentando no repetir lo mismo que ya digo siempre.

El tercero -y mi indiscutible favorito- de los Cuentos de las Cuatro Estaciones no lo vi en el momento de su estreno, sino en uno de mis dos primeros veranos en Madrid (no recuerdo si el del 99 o el 2000) y me quedé fascinado no sólo con lo bien articulado de la trama y el retrato psicológico de los personajes, sino, sobre todo, con las escenas de los paseos de los dos protagonistas principales, Gaspard (Melvil Poupaud) y Margot (Amanda Langlet) y sus conversaciones asociadas.

Once o doce años después, al revisarla, la peli me ha ganado más todavía. Al asociarme inevitablemente con personajes y situaciones, lo que percibía aquella primera vez lo percibo ahora de forma diferente. Por un lado, si antes me veía más cerca de aquella juventud, ahora noto cierta nostalgia de los veintitantos, las vacaciones de estudiante, etc., aunque, en realidad, no tantos cambios a nivel de metalidad. Por enmedio, lo más potente: cómo todo lo que se ve y se cuenta es transformado por las vivencias que he tenido a lo largo de esta década larga, cómo intento relacionarlo con ellas y, atención, qué es lo que puedo aprender (cosas diferentes a la primera vez) de lo que me está contando. Las relaciones entre vida, experiencia, anhelos y aprendizaje mediatizadas de singular manera por el arte. Maestro Rohmer.

Cinematográficamente, es también una de mis pelis favoritas del francés porque, frente a otras más estáticas o rodadas en interiores, ésta se desarrolla en constante movimiento y en diferentes localizaciones de la Bretaña francesa (incluidas varias escenas en coche y un par de ellas en barco, como esa maravillosa en la que van cantando una canción de marineros). El movimiento de los personajes va asociado al de sus pensamientos, sensaciones y vivencias, todo ello encadenado en torno a un concepto de azar muy asociado al momento: el azar a mediados de los 90 era, todavía, otro muy diferente al actual, al no estar generalizado por entonces el uso de los teléfonos móviles e internet. Algún otro día escribiré una entrada sobre cómo era la vida antes de los móviles. E, incluso, como cambia todo a la hora de construir un argumento y una narrativa.

Una sinopsis perezosa hablaría de "Cuento de verano" como la historia de un chico que se va de vacaciones a la Bretaña y tiene affaires con tres chicas diferentes, viéndose sumido en la duda de con cuál de ellas quedarse. Visto así, daría más pereza todavía. La peli no va de eso. La peli es un retrato de Gaspard, personaje dubitativo y en transición, que va conociéndose a sí mismo y descubriendo sus diferentes personalidades a través de la mirada de esas tres chicas. Especialmente lúcido es el que le hace Margot cerca del final, cuando analiza todas las diferentes facetas de él (solitario, tímido, torpe, pillo, galán, indeciso) que ha observado. La propia, Margot, también sujeta a contradicciones, es el personaje femenino más rico de la película, aunque las otras dos no son tampoco precisamente arquetipos ni clichés, sino mujeres con una compleja personalidad, tal y como siempre nos acostumbró Rohmer a ver.

Pero, sobre todo, "Cuento de verano", que, en realidad es una comedia de enredo en las antípodas de la comedia romántica tal como se conoce comunmente, es una de las películas que más lúcidamente ha reflexionado sobre la siempre sutil y tensa dicotomía amor/amistad y sobre las convulsiones internas generadas por la amistad entre hombres y mujeres.

Sin ninguna duda, yo me habría quedado con la siempre encantadora Margot/ Amanda Langlet. Pero no sé si como novia o como amiga.


sábado, agosto 20, 2011

El ex fabuloso mundo del circo

Paseando esta tarde por Coruña he visto carteles de un circo, y me pareció automáticamente un anacronismo considerablemente mayor que el de los carteles de las corridas de toros (espectacularmente de moda por obra y gracia del neo-rancismo hegemónico en la España actual, Galicia incluida). Nunca sospeché que el circo podría sobrevivir en 2011, aunque, si lo ha hecho, parece que ha sido a base de modernizarse en la medida de lo posible. Se trata del circo Richards Bros, anuncia como principal atracción al Hombre Araña y tiene una página web. Supongo que la idea que se tiene del circo moderno debe ser algo similar a esas pijadas como el Cirque du Soleil (que siempre he visto como algo análogo a la cerámica de Lladró o las fotos de Anne Geddes, visión reforzada por los monólogos del gran comediante estadounidense Patton Oswalt)) o a reubicaciones multiusos como el nuevo Teatro Circo Price de Madrid. Otro márketing, otras funciones, otros modos de captar al público... ¿O realmente siguen perviviendo características del circo que conocí?

El circo que conocí. Me encantaba. De hecho entre los 0 y los, pongamos, 7 años, era lo que más me gustaba del mundo hasta que el cine y los tebeos entraron en mi vida. No recuerdo muy bien cómo pillé la afición. Supongo que en aquella Coruña deprimida de los primeros setenta no habría muchas más oportunidades de ocio para un niño. Las maquinitas de marcianitos más rudimentarias aún estaban lejos de llegar, por ejemplo. El caso es que mi padre me informaba de cada vez que venía un circo y me llevaba. A todos. En esa nebulosa incierta de la memoria los recuerdo situados en paisajes que ya no existen: en la plaza luego ocupada por El Corte Inglés o en la vieja Plaza de la Palloza. Durante muchos años, para mí la Plaza de la Palloza era el lugar mágico donde venían los circos. Para mí había algo como de entrar en otro mundo, en un mundo mejor, maravilloso, cuando estaba dentro de la carpa, en aquellos bancos corridos, entrando en una de ellas por la gigantesca boca de un payaso. Todo eso, por supuesto, con la ingenuidad normal de esos años, todavía muy ajeno a las vidas sórdidas que se podían encontrar detrás, al mal rollo consustancial al clown, al maltrato animal o la explotación.

El desencanto fue, supongo, que paulatino y paralelo precisamente al crecer en edad e ir perdiendo la inocencia. A finales de los 70, o quizás primeros 80, recuerdo haber ido al Circo Ruso de Ángel Cristo y Bárbara Rey, glamour cutre y couché. Visibilizo el recuerdo nebuloso como de unas piernas gigantes de mujer y que pasabas por debajo para entrar (o algo similar a eso). Supongo que, dentro de la evolución del circo, aquello tenía algo que ver con la irrupción del Destape en la transición. Aunque, en realidad, la evolución que más recuerdo, y la primera fuente de desencanto, fue el de, para no perder comba con los tiempos, tener que adaptarse al boom de la televisión de aquellos años. Entonces cada personaje de moda de la tele salía como principal reclamo del circo: que si el circo de Orzowei, que si el circo de Mazinger Z, que si el de Vacaciones en el Mar, la abeja Maya, Los Pitufos o el de Curro Jiménez... (bueno, esto último no sé si existiría, pero me gusta pensarlo). Gradualmente fui notando el fraude ya no sólo porque era un poco mayor para aquello sino porque, además, no se lo curraban nada. Recuerdo decir "hasta aquí hemos llegado" cuando encadené dos momentos lamentables: un Supermán que lanzaban de un cañón cutre cual hombre bala y aterrizaba en una tinaja que parecía una de esas piscinitas portátiles que tiene la gente en sus jardines, y un Spiderman gordo y con un disfraz cutrísimo sospechosamente parecido al que actualmente asusta a los niños en la Plaza Mayor de Madrid. A partir de ahí, mi padre decidió llevarme al hockey sobre patines todos los domingos.

Otro momento clave en mi divorcio con el circo fue ver en el periódico la noticia de que en uno de ellos que acababa de venir había nacido una leona y le habían puesto de nombre Coruña. Luego se había filtrado (no era difícil), que al llegar a, pongamos, Ponferrada, dijeron que había nacido otra leona y que la habían llamado Ponferrada. Para más morro, unos tres años después llegó otro circo, nació otra leona y la llamaron Coruña. Fatal. Ya no iba al circo en aquella época pero se me quitaron las ganas de volver si algún día me venía la tentación.

Pese a todo, sigo viéndole cierto encanto a mi idea del viejo circo, aunque ya con una mezcla de amor por el romanticismo de lo obsoleto, de idealización y de atracción por esa convivencia entre la ilusión y la sordidez. Ahora pienso en el circo de películas como "Trapecio" o "Freaks", también en el de "El cielo sobre Berlín" (para el que quedará siempre en el recuerdo la imagen como trapecista de la bella y tristemente malograda Solveig Dommartin). O incluso en películas más recientes. En un circo de los de antes, símbolo de peligro y también lugar en el que todo es posible, se ambienta una de las películas más bonitas y más silenciadas de este año: "El último verano", cinta con aroma crepuscular y reflexivo, auténtica lección de vida, dirigida por el gran Jacques Rivette e interpretada por unos excelentes Jane Birkin y Sergio Castellito. Con esta recomendación me despido.

Y con otro momento de belleza máxima ambientado en una carpa de circo, aunque se tratase de otra cosa. Something Better.

lunes, agosto 08, 2011

"It's All True", de Junior Boys. Pop negro de bata blanca.

Decía hace poco James Murphy que el sonido se ha perdido para siempre desde que la comprensión en MP3 se convirtió en el formato hegemónico. Quizás el ya ex líder de LCD Soundsystem pecase de apocalíptico: cada movimiento evolutivo (o involutivo) en las formas de distribución y consumo musical crea movimientos de reacción. El año pasado, sin ir más lejos, El Guincho reivindicaba en “Pop negro” la estética de la alta fidelidad, las grandes producciones de r’n’b de los 80 y los 90. En realidad, los canadienses Junior Boys ya venían haciendo esto desde que debutasen con “Last Exit” en 2004, pero quizás su obsesión por el sonido no se viese tan nítida como en este cuarto álbum. “It’s All True” es, ante todo, una invitación a sumergirse en la exquisita producción de las canciones: las texturas sintéticas, los ritmos y esa línea clara, impoluta, casi reaccionaria en plena era de la mugre dubstep. Las atmósferas de fondo siguen remitiendo a grupos de los 80 como Japan o Talk Talk, parte del ADN musical de Jeremy Greenspan y Matt Didemus desde sus inicios, pero ya van dejando atrás la melancolía (ahora apenas presente en temas como “Playtime” o “A Truly Happy Ending”) en beneficio de los ritmos r’n’b y funky.

Como vocalista, Greenspan se ha soltado ligeramente, explora el falsete con más frecuencia e incluso rompe un poco con su contención al repetir algunas frases de forma compulsiva (la más evidente, el “I love you so bad and I wanna repeat it” de “EP”). También se sueltan con los bpm como hasta ahora nunca habían hecho, en temas como el extenso “Banana Ripple” o el semi instrumental “Kick The Can”, casi un hermano pequeño del “Odessa” de Caribou. Y, al igual que en su álbum predecesor, “Begone Dull Care” (2009), el dúo de Ontario se ha buscado una coartada “arty” para dar concepto al disco. Si en aquella ocasión se trataba de un homenaje al animador Norman McLaren, ahora aluden a la película “Fraude” de Orson Welles (1973) como forma de criticar a la industria musical, pero eso no parece reflejarse en el contenido del disco, abonado a una temática sentimental bastante rutinaria. De hecho, a Junior Boys cada vez les cuesta más mover las fibras emocionales: sus lamentos suenan castos y quirúrgicos, cero carnales, como si surgiesen de tubos de ensayo en un laboratorio. Puede ser una opción estética defendible, pero dudo de que ello formase parte de sus intenciones.

domingo, agosto 07, 2011

"Historia social del flamenco", de Alfredo Grimaldos

Hacía tiempo que tenía ganas de hincarle el diente a este libro de mi respetado compañero en La Luna de Metrópoli Alfredo Grimaldos. En realidad, me imaginaba otra cosa más acorde con lo que apunta su título pero, más que una exhaustiva visión historiográfica o sociológica (que era lo que más me atraía a priori) tiene un enfoque periodístico ligeramente caótico. No es necesariamente un demérito: Grimaldos se basa fundamentalmente en entrevistas realizadas a lo largo de los años a diferentes figuras del flamenco (no precisamente las más conocidas, aunque sí representativas de las ideas que él quiere mostrar, y muchas de ellas ya fallecidas) y, de este modo, lo que prevalece es algo tan de ese género como la memoria oral.

La historia social, pues, no se cuenta desde fuera (aunque sí hay una introducción del autor en este sentido y bastantes comentarios para informar y contextualizar), sino que se infiere a través de las palabras de los entrevistados, que se convierten en los verdaderos protagonistas. El anecdotario (que es lo predominante) no se queda simplemente en eso, sino que a partir de ahí se va trazando un discurso sobre los orígenes del flamenco dentro de una situación de pobreza y cuasi esclavitud, su actitud a menudo rebelde (especialmente durante el franquismo), el salto de actuar en las ventas o en fiestas de señoritos a los tablaos y, posteriormente, teatros; su paulatina dignificación cultural y, paralelamente, la pérdida de su esencia más purista en beneficio de la fusión y el flamenquito.

Dos son, creo, las ideas-fuerza que pretende resaltar Grimaaldos. La primera, una reivindicación del flamenco como música de los desposeídos y música comprometida socialmente. Hay, diría, una perspectiva de lucha de clases en este sentido. La segunda, una crítica a los nuevos rumbos que está tomando (e incluso diría que una alerta ante la posible extinción de sus fundamentos más jondos, visto también con cierto aroma nostálgico). Hay críticas -muy comprensibles y que comparto, por cierto- con la visión del género que dio Carlos Saura en su película "Flamenco" y a figuras como Joaquín Cortés o muchos de los representantes del denominado Nuevo Flamenco. En este sentido, observo (como no podía ser de otra manera) cierto paralelismo con lo que ha sucedido con otros géneros creados por minorías desfavorecidas como es el caso del hip hop: los valores comprometidos se pierden en beneficio del culto a lo más material y al lujo, esa cosa tan de nuevos ricos. Y eso me hace recordar unas palabras de Raimundo Amador cuando le entrevisté el año pasado junto a Howe Gelb: venía a decir que Howe parecía más gitano que ellos y que ellos parecían los payos, porque el de Arizona iba por ahí con la guitarra cubierta de polvo y ellos trataban a sus instrumentos de forma bastante más pija.

No esperen encontrar tampoco algo así como una genealogía de los grandes maestros del cante, la guitarra o el baile. Para eso, supongo, ya hay otros libros. Evidentemente, se habla de Antonio Mairena, de La Niña de Los Peines, de Camarón, Paco de Lucía, José Menese, Carmen Linares o Enrique Morente (aún vivo cuando el libro se editó), pero su presencia no es más importante que la de otras voces. Por ejemplo, la de un personaje tan singular como El Cabrero.

Justo cuando escribo estas líneas, veo en la tele que, este año, el Festival del Cante de las Minas de la Unión ha contado con la presencia de Pitingo y ha concedido un galardón a Alejandro Sanz. Todo esto da más fuerza a las tesis de Grimaldos y hace que su libro sea más necesario.