"Déjame entrar", de Tomas Alfredson. Alegorías y espejismos de otra infancia perdida.
Desde antecedentes tan lejanos como "Nosferatu" de Murnau o "Vampyr" de Dreyer, las obligatorias paradas por los "Drácula" de Browning, la saga de la Hammer y también el de Coppola, las diferentes relecturas para adaptarse a modas sociales, estéticas o culturales (de "Blácula" a "Vampiros Lesbos" o "Vampiros en La Habana"), y con una perspectiva paródica en muchos casos ("El baile de los vampiros", de Polanski), el mito del vampirismo ha sido siempre un gran recurso para reflexionar sobre los dramas de nuestra existencia: el tormento de tener que matar para no morir, la pesadilla romántica de la vida eterna, el ser maligno que necesita constantemente de la sangre de sus víctimas... son buenos puntos de partida para subrayar nuestra fragilidad, el instinto de depredación o dominación, la desconfianza con respecto al otro, el lado oscuro de cada personalidad, la enfermedad y la dependencia, el determinismo o, por qué no, lo difícil que es ser feliz.
En la era post-postmoderna del consumo en masa avanzado, las relecturas del mito vampírico rara vez han llegado todo lo lejos que podían haberlo hecho. Tanto en "El Ansia" de Tony Scott como en "Entrevista con el vampiro" de Neil Jordan (sobre el best-seller de Anne Rice), hay intentos de aportar algo más que un cierto esteticismo, casi diría que nostálgico (¿no hay algo de ello en la aparición de Bauhaus cantando "Bela Lugosi's Dead" en el primero de los dos títulos?). Pero, al menos, mantienen una dignidad que amenazaba con hacer trizas, banalizando definitivamente el género de cara a las (valga la expresión) nuevas generaciones, la saga "Crepúsculo". Hay dos películas casi secretas, en cambio, que creo que son las que mejor han tratado el vampirismo en los últimos años, en ambos casos desde una óptica de realismo sucio. Una de ellas es "Martin", de George A. Romero (1977), sobre un chaval de 17 años que dice ser un vampiro y se comporta como tal. La otra es "The Addiction", de Abel Ferrara (1995), donde una estudiante de Antropología en Nueva York es mordida por una vampira y afronta su nueva situación como si fuese una yonqui que hará cualquier cosa por su próxima dosis. A estas dos películas es a las que más me recuerda, y además supera, la soberbia, apabullante, brutal, "Déjame entrar".
El primer logro de la novela original y de la película es situar la historia a treinta grados bajo cero, para que la sangre se funda con la nieve como un arroz a la cubana, en la Suecia socialdemócrata del bienestar de los primeros ochenta. La realidad que retrata es ya casi un infierno: el de un suburbio triste, apagado, desesperanzado, aburrido, cruel. El niño protagonista (que, en efecto, y los homenajes lo dejan claro, podría ser el personaje de una canción de Morrissey) encarna muchas de las pesadillas y traumas de la infancia -o de la preadolescencia, tiene 12 años- de un modo que nunca ha sido tan bien contado en el cine. A la soledad sólo podrá escapar con el amor/ amistad, al miedo sólo podrá escapar con la venganza; y ambas cosas llegarán cogidas de la mano.
En realidad, la trama vampírica es más o menos secundaria ante el montón de cosas que se cuentan: una turbadora y muy inteligente reflexión sobre la violencia, de una desasosegante complejidad moral. La pareja protagonista, forzada a amarse por sus diferentes formas de inadaptación, encarna de forma más visceral que nunca el mito de "tú y yo contra el mundo", llevándolo a sus máximas consecuencias. La angustia existencial se alía con un romanticismo sórdido y la necesidad de supervivencia y afecto a toda costa. Alrededor, los personajes secundarios muestran un alto pesimismo con respecto a la condición humana. O son infantes crueles y despiadados o adultos insulsos y lejanos. Como si no importara que murieran. Como si, en realidad, lo merecieran. Por eso cualquier tratamiento de intriga (aunque haya sustos y momentos gore) es absurdo porque, como espectador, a ti también te da igual, o casi lo deseas. Por eso, lo importante son otras cosas.
Alfredson encaja tan bien lo sobrenatural en lo real, le da tal sensación de verosimilitud, que la película a veces parece estar más cerca del cinema verité que del cine fantástico, y ese es otro de sus grandes logros, reforzado por lo arrebatador del fuera de campo (como dice el director, puede tener más fuerza lo que imagine el espectador que lo que se le muestre en pantalla) y unos planos, TODOS, hermosamente compuestos en su combinación entre belleza y frialdad, en ese ritmo casi de slowcore. Nada sobra en esta obra maestra. Nunca se reflejó de forma tan convulsa y hermosa el fin de la infancia. O al menos puede ser comparable, en este aspecto, a "La noche del cazador", "La piel que brilla" y "The Butcher Boy". Desde ya, un clásico del cine contemporáneo.
Canción del día: "One Day" (The Juan Maclean)
Frase del día: "Una enfermedad que afecta al cerebro, el corazón y los testículos... ¿No será un poema de Byron?" (House)
2 Comments:
house?? tuuuuu????
Yo, como digo siempre, soy más de electro, pero ¿a que es una gran frase?
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