"Ponyo en el acantilado", de Hayao Miyazaki. ¿Y si la infancia, en realidad, no estuviera perdida?
Casualidades de la vida hacen que vea bastantes paralelismos entre las tres últimas pelis que he comentado: "El globo rojo", "Déjame entrar" y la nueva de Miyazaki. Me alegra ver, además, que no soy yo el único (Jordi Costa también ve relación entre las dos últimas). Los tres títulos se pueden entender como reivindicaciones de la fantasía y la amistad (ya sea con un objeto -el globo-, un ser semi humano -niña vampiro- u otro ser semi humano -un pez rojo que se convierte en niña) como formas de encontrarse a sí mismo y combatir a la crueldad depredadora de la vida. En el primer caso, es un grupo de niños que quiere robarle el globo. En el segundo, los abusones del colegio. En el tercero, un humano que renegó de su situación por el poco respeto que ellos le tienen a la naturaleza.
Pero, si "El globo rojo" y "Déjame entrar" plasman de diferentes maneras el fin de la infancia (o, más bien, la amenaza de ese fin, ya que también se puede entender que terminan por preservarla hasta la eternidad), el sexagenario Miyazaki hace directamente una película infantil que, si es vista por el público adulto, su mensaje no es otro que el de recuperar aquella inocencia infantil, ver las cosas con ojos de niño desde su perspectiva más pura. En su salvaje reivindicación de la imaginación y su perspectiva moral se rescata el espíritu de los viejos cuentos, aquellos que los abuelos y los padres contaban a los hijos para transmitirles qué es lo más importante y enfrentarse a los peligros y tragedias del mundo. "Si no tenemos imaginación -dice el japonés-, capacidad para imaginar realidades fantásticas, estaremos más a merced de una realidad demasiado cruel. Creo que hay que hacer sitio a las verdades del corazón, a lo que pensamos y a lo que imaginamos. Sin duda alguna, todo esto contribuye a tener un apoyo para enfrentarnos a la vida".
No soy un experto en Miyazaki. No he visto "Porco Rosso" ni "Mi vecino Totoro" ni nada de lo que hizo anteriormente a "La princesa Mononoke". Sí me encanta "El viaje de Chihiro" y no le pillé el rollo a "El castillo ambulante", pero hay algo en "Ponyo" que me hizo mantener una sonrisa tonta todo el rato. Como si fuese una traslación japonesa (siempre pensé que la fauna marina de ese país ya es, de por sí, pura fantasía) de leyendas como la irlandesa de "El secreto de la isla de las focas" (la mejor película de John Sayles), pero también confesamente basado en "La sirenita" de Andersen, Miyazaki utiliza la historia de amor/ amistad entre un niño y un pez rojo que quiere ser niña para incitarnos a reaprender a mirar de nuevo, recordar cómo comenzamos a descubrir las pequeñas cosas de la vida: el sabor de una cucharada de miel, la modorra de quedarse dormido en un sofá..., pero también de las grandes, tan bien ejemplificado (y esto me recuerda tanto a un sueño que me contó una amiga una vez) en el momento en que Ponyo convierte un barco de juguete en un barco de verdad para navegar con el niño Sosuke, a salvo de una repentina inundación.
Pero, y además de toda la ternura y la inocencia reflejadas, "Ponyo" transmite una curiosa reflexión sobre el hombre y la naturaleza. Frente a los alegatos ecológicos más o menos previsibles y simplistas que, nunca mejor dicho, inundan la cultura actual, la película rompe una lanza en favor de la humanidad frente al poder destructor de la naturaleza, vengativa en el caso del tsunami que lo arrasará todo si el pez se convierte en humano, tan absurdamente cruel como en uno de los momentos más plagados de melancolía y belleza poética, cuando el buque del padre de Sosuke (personaje al que, en la soledad de la noche y en la inmensidad del mar, imagino como al poeta gallego Manoel Antonio) es llevado hacia la línea del horizonte, donde se encuentra el cementerio de los barcos. En realidad, asumir y celebrar la belleza que también subyace en el poder destructor del mundo.
Ya puestos a buscar paralelismos marinos Japón-Galicia, esta película es la antítesis positiva de la fallida e irritante "De profundis", de Miguelanxo Prado. "Ponyo" te ayuda a querer creer, respira verdad y te lleva de la mano por todo su metraje, además de volver a ahondar en esa técnica que hace parecer tan fácil lo difícil. Siempre aislado de las tendencias industriales de moda (hace dos días era la animación digital, ahora es el 3D, pasado mañana será otro camelo), él sigue fiel a las técnicas artesanales, a esos personajes de ojos grandes y bien abiertos que se siguen pareciendo, y siguen siendo tan expresivos, como Heidi y Marco, y a esas maravillosas criaturas antropomorfas, fantasmas, dioses y elementos de la naturaleza, inventadas por una imaginación privilegiada.
Y qué regocijo, por cierto, cuando sonó la canción final (valga como canción del día) en los títulos de crédito. "Ponyo, Ponyo, Ponyo es una niña".
Aunque todo esto lo explica mucho mejor el reportaje de Alejo Moreno en Días de cine.
Frase del día: "El alcohol es la respuesta. ¿Cuál era la pregunta?" (Mike Skinner)
2 Comments:
¡Gran entrada!
Llevamos a mi sobrino que tiene cinco años a verla y nos gustó a todos. Las anteriores que citas y no has visto son muy recomendables también. Saludos!
¿Y cuándo no es la respuesta?
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